Que el mundo tuviese un interruptor para apagarse por completo y contener todas nuestras pasiones amenazadas por el miedo. Que todo lo creado hasta la fecha pudiese ser puesto en duda por cualquiera y que la duda, tuviera atisbos de verdad, que pudiera esconder certeza. Parecía imposible que el invierno se quedase impregnado por una atmósfera como de guerra sin ruido que muchos no sabemos reconocer porque no nos pertenece: es cosa de otra generación, nosotros vinimos a esto de la vida a ser felices. Que todo lo internacional y lo colectivo se tambalease, quedando al borde del precipicio: igual la ONU que la OTAN que la Unión Europea. ¡Pobre Europa! Se desdibujan aquellas sombras platónicas de una de las pocas ideas colectivas de la humanidad, a nivel político, que pudo sobrepasar los límites de la utopía. La malherimos nosotros, con nuestras cuitas diarias por un pedacito más de peso en su equilibrio milagroso, y la ha matado la insolidaridad. Ha desaparecido de un modo absoluto en esta crisis, justo cuando más la estábamos esperando.
Parecía imposible que pudiésemos soportar la vida sin bares y sin terrazas, sin escapadas, que nos estuviésemos tan quietos, que pudiésemos echar tanto de menos, que quisiésemos tanto aunque no lo supiéramos, y que aquel querer haya sobrevivido arrinconado por el trasiego de los días de antes: exigentes y hambrientos. Imposible del todo parecía hace sólo unos días que la humanidad pudiera usar el aburrimiento como atenuante, y en la lentitud del paso de los días, conectarse en abierto para hacer mascarillas, ofrecerse sin límite de crédito para casi cualquier cosa: gente que hace la compra para otros, que monta foodtracks para alimentar a los conductores de nuestra salvación, que toca la guitarra en calles desiertas para sacarle una sonrisa al cemento…
Nos parece imposible que estemos ya en primavera, ¿verdad? Y que nos falte el blanco en los almendros y el olor a azahar en los naranjos, el viento suave y esa especie de alegría que se prepara para estallarnos en verano. Vendrá. Está ya aquí. Extrañada pero paciente. Mientras tanto podemos emplearnos en acabar con otros imposibles. Si pudiera dibujar una utopía acabaría con todo el dinero negro del mundo porque todo sería electrónico, la tecnología me ayudaría a conectarme sin ir a ninguna parte (sólo en vacaciones), los hospitales públicos, ahora sí, creerían en los makers y en las startups y se apuntarían a la medicina predictiva, a los wearables, a las videoconsultas médicas, a los quirófanos remotos e inteligentes; los retailers se subirían al reto de la Realidad Virtual la Realidad Aumentada…
Aunque les reconozco que me da miedo una sociedad basada en el contact-less. Me resulta imposible imaginarnos asaetados por guantes y mascarillas. Así que en mi utopía, las sociedades, más allá de esta bomba de incertidumbres coronavíricas, volvemos a besarnos y a abrazarnos, y es verano, y a las ocho de la tarde, ya no queda ni Dios en los balcones.
Fuente: El Mundo