«La superación ha alcanzado cotas de religión universal y todo lo que no sea ser capaz es visto como ser menos, como ser nada»
SI García Márquez no hubiera renunciado a sus vacaciones en Acapulco y a su Opel, si su mujer no hubiera empeñado su alma para comprar comida a crédito, no conoceríamos a Aureliano Buendía, no existiría en la historia de la literatura un comienzo de novela tan magistral: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…». La historia está llena de éxitos que tienen su origen en la renuncia pero, ¿si la renuncia no fuera el precedente de algo tan grande valdría igualmente la pena?
Nos educan y nos exigimos para el éxito y el triunfo y la victoria. El esfuerzo se concibe como un valor supremo. La superación ha alcanzado cotas de religión universal y todo lo que no sea ser capaz es visto como ser menos, como ser nada. El mundo se está organizando en una dicotomía absurda de capaces y exitosos frente a conformistas y tibios. ¿Lo hemos pensado bien? ¿Es necesario ser siempre el mejor, quien más esfuerzo puso, el que más alma se dejó? ¿No hay acaso placer en dejarlo pasar? ¿No existe felicidad posible a pesar de no haberse alcanzado la meta?
En el mundo de la empresa se pelea palmo a palmo por un contrato mayor, por una relación privilegiada, por una mejor consideración y posición y balance. Se nos va la vida en ser siempre lo más: quien que más se esfuerza, quien más lo intentó, quién más sueños tuvo; y, sin embargo, ¿habrá alguien capaz de considerar que igual que hay placer en el perdón se puede encontrar paz en la renuncia? Renunciar a una propuesta aún mejor y entonces poder tener tiempo y paz un fin de semana, aceptar que otros dieron con la tecla y te vencieron y se llevan el contrato y entonces tener tiempo restante, baldío, pobre; tiempo para no ser y a la vez para por fin dar con tu propia tecla. Cuando renunciamos nuestro sistema de alertas se relaja y nos dice la verdad. La renuncia es como un espejo que no miente. Renuncias y respiras profundamente, renuncias y abres lo ojos, renuncias y por fin duermes. Duermes y en la renuncia eres capaz de volar ya sin peso.
Mi pregunta es aún más compleja: ¿podríamos aspirar a la utopía de tener más empresas felices fomentando el principio de renuncia? Yo pienso que sí. Se baja el ritmo y los equipos recuperan el oxígeno y alguien descorre la cortina y hay luz. La luz que había, la que siempre estuvo y que sólo la exigencia nos borró con su elenco de garantías: todo el tiempo, todas las almas…
Renuncio a ser quien gana siempre y gano vida aunque sólo gane algunas veces la partida en el tablero de la economía. Renuncio a ser siempre quien más da y de pronto soy alguien que tiene cosas que dar, que tiene tiempo, que tiene vida.
Fuente: El Mundo
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